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¡TEN CUIDADO QUE TE VAS A CAER Y HACER DAÑO!


Recordemos que nuestro cerebro posee una serie de estructuras neuroanatómicas que nos hacen sentir amor y nos impulsan, entre otras cosas, a la protección de nuestra prole o grupo al que pertenecemos.

El ejemplo más claro es cuando se trata de educar a los hijos. Es prácticamente instintivo actuar para protegerlos y evitar que sufran daños pero, en ocasiones, podemos caer en la trampa de llevar este buen instinto demasiado lejos y, a la larga, perjudicar la forma de desenvolverse del niño.

La clave está en las creencias de base y aquellas emociones propias que se activan cuando educamos: ¿Creo que debo evitar todos los riesgos a los que el niño se enfrenta?, ¿Creo que debo intervenir continuamente para que no se manche, caiga, despeine, etc.?, ¿Cuánta ansiedad y angustia me produce el hecho de que al niño le pueda pasar cualquier cosa?, ¿Por qué me molesta tanto que juegue pronunciando ciertas palabras?, ¿Cuánta vergüenza me produce que no se comporte ante los demás del modo que espero?...

Estas creencias y emociones nos llevan a advertir a los niños continuamente de lo que no deben hacer o les va a ocurrir: "no toques eso, no te sientes así, ponte bien el jersey, no digas esas cosas, siéntate y estate quieto..." de forma que se les somete a un ambiente en el que las posibilidades de acción y exploración son escasas: se teme la consecuencia y se menosprecia la capacidad de resolver y reparar en el caso de que algo no salga como esperamos.

Por tanto, queremos recordar que para disfrutar de forma más relajada con la educación de los niños es importante revisar desde dónde estamos educando: nuestras creencias y emociones nos condicionan.




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